Ya no quedan videoclubs
Nos quejamos de la productividad, pero hace tiempo que dejamos de vivir haciendo algo.
El último texto hablaba de Tatá, de nuestras noches de canciones a oscuras y de lo reparador que puede ser un postre de chocolate. Esta semana he recordado que cuando me quedaba con ella o con Güelita, era casi obligatorio alquilar una película para el fin de semana.
No sabría decir cuántas veces se tragaron gracias a mi —o por mi culpa— Blancanieves o El gigante de hierro. De aquellos videoclubs —el Poniente en Gijón o La Amistad en Langreo— ya no queda ni rastro. Tampoco parece quedar nadie que recuerde que incluso franquicias como GAME permitían alquilar videojuegos.
Investigando un poco —que es como a mis amigos les gusta llamar a hacer scroll en redes sociales— me topé con un video sobre un pequeño videoclub de Almería. El dueño, David, explicaba cómo la piratería, las plataformas de streaming o los problemas de distribución hacían que su negocio menguase año tras año. No es el único: en Oviedo ya sólo queda uno y en España han pasado de ser más de 10.000 a apenas 200.
La nostalgia nunca es una buena consejera, pero a veces puede ser útil: me siento muy triste cuando veo que el mundo en el que crecí se desdibuja, sustituido por algo difuso, incapaz de apelar a lo real, a lo cotiano o, en definitiva, a la vida sin hastags. No se trata de demonizar la tecnología —yo mismo disfruto a diario de los avances en inteligencia artificial, de los videojuegos o de la comodidad de poder enviarle una foto a mi abuela por WhatsApp—, sino de preguntarnos hasta qué punto queremos permitir que articule nuestra manera de ver el mundo.
«Por muy aterradora o dolorosa que pueda ser la realidad, también es el único lugar en el que puedes comer algo decente» — Halliday (Ready Player One, 2018).
Es un tema recurrente cuando hablo con Raquel: hemos caído en la trampa de la falsa productividad. Ya no leemos a personas, leemos contenido. Ya no hacemos planes que nos emocionen, sino que buscamos escenarios adecuados para reivindicar nuestra identidad digital… Hemos olvidado cómo se espera, cómo se guarda silencio.
Lo paradójico es que, al mismo tiempo, nos resulta agotador. Corremos a revindicar el descanso y la desconexión mientras, irónicamente, vivimos instalados en la cultura del «no hacer»: horas tiradas haciendo scroll, reacciones forzadas al último post de Instagram que ha subido nuestro crush, pseudo-conversaciones que terminan con un “jajaja”… Vivimos en una inactividad perpetua y nos autoconvencemos de que estamos haciendo algo, de que consumir todo eso es una actividad real, como si vivir sin vomitarlo en internet no sirviese para nada.
Supongo que por eso echo de menos los videoclubs: porque bastaba con escoger una película, comprobar si alguien más no se te había adelantado y devolverla al día siguiente. Sin subir una story, sin puntuarla en Letterboxd y pasar a la siguiente. Por eso: porque un clásico en VHS bastaba para que el fin de semana durase mil años.