Cuando era pequeño, solía pasar algún fin de semana con Tatá, mi abuela paterna. La vida era sencilla: para cenar huevos con salchichas y patatas, de postre un Dalky. Dormíamos en la misma habitación: dos camas separadas —como la gente de bien— y un rosario gigantesco adornando la pared. Nos íbamos pronto a la cama y tardábamos bastante en dormirnos.
Me pasaba bastantes horas preguntándole tonterías, hablando de nada y contándole películas. Ella lo soportaba con paciencia y, aunque estábamos a oscuras, sabía que me estaba sonriendo. Hasta que llegaba su parte favorita: «Iyán, ¿me cantas algo?».
Por aquel entonces, no me juzguen, me encantaba Alex Ubago, así que en mi repertorio nunca faltaba fantasía o realidad. No lo debía hacer del todo mal porque, cuando fui un poco mayor, Tatá siempre me decía que la vecina echaba de menos escucharme.
Tampoco faltaban las versiones religiosas de canciones emblemáticas que había aprendido en el campamento de verano al que iba todos los años: The Sound of Silence era ahora el Padre Nuestro. Porque al igual que hubo un tiempo en el que comer gato no era un escándalo, también lo hubo en el que Simon & Garfunkel tenían un hueco en la Iglesia.
Y es que sí: aún siendo el hijo de una familia declaradamente atea, acudí a un campamento de verano organizado por una pequeña parroquia. Nada del otro mundo: alguna canción y misa el domingo que dividía en dos esa quincena de julio. Por lo demás, allí cada uno podía pensar y creer lo que quisiera.
La mayoría de canciones, lejos de ser religiosas, formaban parte del repertorio tradicional asturiano y jugaban su papel dentro de la transmisión oral: en Oviedo no me caso, Gijón del alma, el mio Xuan… Todo recogido en un pequeño cancionero que, aún a día de hoy, pagaría por tener. Sería ciertamente irónico que haberme pasado la adolescencia tocando la gaita tuviese más que ver con la labor de un cura que con la asignatura de asturiano.
Tatá murió en 2019 y hace bastante más tiempo que no escucho a Alex Ubago. Ya no canto en la cama por las noches y, no sin cierta resignación, en mi casa sustituimos la freidora por una dichosa airfryer —¿habrá algún invento que evidencie mejor la decadencia en la que vive mi generación?— por lo que de esos platos de huevos, salchichas y patatas ya no queda ni rastro.
La vida ha ido pasando, pero sigo conservando, con mucho cariño, sus dos lecciones más importantes: la primera es que el amor, la identidad y la memoria no se construyen con grandes gestos ni con palabras grandilocuentes. Y la segunda es que, a veces, sólo hace falta compartir un postre de chocolate y que alguien esté dispuesto a escucharte, aunque sea en silencio, para que todo vaya mejor.