El otro día escribí sobre la inmediatez a raíz de la chimenea de la térmica de Lada. Pero también hablé de otra: la del Vaticano, y de cómo ver a millones de personas expectantes ante el color de su humo en la era del «todo para ya» resultaba gracioso y esperanzador por igual. No es el lanzamiento del iPhone de turno, ni la apertura de un Primark… ¿Por qué nos cautiva tanto algo tan anacrónico?
Más allá del impacto que haya podido tener la película Cónclave —y su «casual» aterrizaje en las plataformas de streaming—, lo cierto es que hay algo que nos atrae en todos los grupos secretos, misteriosos o elitistas; no en vano la logia de los canteros es uno de los capítulos más queridos de Los Simpson. Bromas aparte, quizás lo que nos atraiga de la Iglesia sea su capacidad para resistir los embites del mundo moderno.
Lo suyo para cualquier artista, político o empresario que quiere despertar un mínimo de interés sobre lo que hace, es tirar de anuncios: Google Ads, perfiles en las redes, algún live de Instagram o encomendarse al streamer de moda que se puedan permitir… Sin embargo, la Iglesia, en uno de sus rituales más importantes, no airea sus entresijos sino que los envuelve de solemnidad, tradición y liturgia.
Quizás tenga que ver con que cuenten con el mayor influencer de todos los tiempos. Algo difícilmente superable en términos de marketing y que vertebra nuestras vidas, creamos o no, hasta límites insospechados. El balcón de San Pedro, el color de la fumata o el icónico «habemus papam» forman parte de nuestro imaginario colectivo y trascienden las creencias individuales. Dicho de otro modo: forma parte de nuestra cultura y su legado va más allá de la fe.
A lo largo de todos los viajes que he realizado como turista, he observado un fenómeno curioso: nos aventuramos, cámara en mano, a todo tipo de templos y edificios religiosos —especialmente en países como Egipto, India, Tailandia o Japón, pero también en destinos de moda como Marrakech— y somos perfectamente capaces de apreciar su belleza: asistimos asombrados al Diwali, impacientes por llenar nuestro feed de luces; o posamos con orgullo ante los arcos torii de los santuarios sintoístas... Sin embargo, tenemos una cierta tendencia a la endofobia cuando nos aproximamos a nuestro propio patrimonio.
Desconozco si en todas las casas cuecen fabes, pero en la mía, y sé que en buena parte de las de mi entorno ocurre algo parecido, crecí viendo a personas negarse a entrar en catedrales, iglesias o conventos por su condición de espacio religioso. Llegando incluso —algo de lo que me arrepiento profundamente— a renunciar a dar un último adiós común a seres queridos. Se entendía que era más importante mantener esa actitud de «resistencia» ante una institución con una historia tan compleja en España y en Asturias. Irónicamente, en ese afán por mantenernos al margen de lo divino, quizás nos perdimos lo más humano.
Por no hacer el cuento largo, cada vez soy más consciente del valor que aporta la Iglesia más allá de la fe. No podemos entender el mundo que nos rodea si pensamos que el Domingo de Ramos sólo va de estrenar ropa, si no vemos que eso del mindfulness lo lleva haciendo la abuela toda la vida justo antes de dormir o si no entendemos por qué nos emocionan tanto los relatos de sacrificio en obras como Star Wars, Las Crónicas de Narnia o El Señor de los Anillos. Y creo que, por suerte, no soy el único.
Más allá de la fe y del algoritmo, a veces necesitamos simplemente estar de pie frente a una chimenea porque, ya sea esperando una fumata o sintonizando un dial durante un apagón, está bien recordar que no todo lo bueno vino después del smartphone.