Crecí entre huelgas mineras. Aquellas que hacían que el colegio cerrase y las calles del pueblo se quedasen desiertas, casi adivinando lo que sería el futuro con el cierre de los pozos. Éramos conscientes de que la mina era mucho más que una pregunta a la tierra. Esa pregunta, a veces, se respondía con voladores y ruedas ardiendo. Otras veces, menos amargas, con la anécdota y la risa entre culetes de sidra. Pero si había una respuesta mejor, esa fue, sin duda, la de Jesu, el amigo de mis padres.
Jesu no era minero, era mago. Y me lo demostró una tarde en su casa, cuando me hizo el típico truco de separar un dedo de la mano y devolverlo a su sitio. Claro que lo de Jesu fue distinto: se le olvidó esa segunda parte y, desde aquel día, anduvo por ahí sin dedo. Por mucho que yo le tocase la falange intentando descubrir dónde estaba el truco, no había manera. Nada: el dedo no estaba por ninguna parte. Y siguió sin estar durante años.
Cuando mis padres consideraron que ya era lo bastante mayor, me contaron que lo de Jesu no fue magia, fue un accidente en la mina. No sé si por descuido, mala suerte o fallo de una máquina. Ni quise ni supe preguntarlo. De la misma manera que él ni quiso ni supo abonar la infancia con tragedia. Eligió, de entre todas las opciones, hacer de la desgracia una posibilidad: la de que yo creciese creyendo en la magia.
Jesu no era minero, era mago. Y volvió a demostrármelo cuando, pasados varios años, se cerraron los pozos y mi mundo —mi Cuenca Minera— perdió su propia identidad. No quedó ni rastro de la magia. Solo una herida en la mano y la certeza, a cielo abierto, de una pregunta que ya no tenía lugar.